lunes, 5 de diciembre de 2016

Miedo en las alturas

                                                       


Miedo en las alturas


¡No es posible! ¡Son las ocho! Voy a llegar tarde al aeropuerto. No puedo faltar a la reunión de la empresa. Es vital captar al cliente asiático ¿Cómo es posible que a pesar de sonar la alarma me quedara de nuevo dormido? Claro, estoy solo en casa y no he oído ningún ruido. Menos mal que dejé la cafetera preparada y solo falta meter en la maleta un pijama y la máquina de afeitar. No me queda más remedio que hacer varias cosas a la vez: llamar a un taxi, beber un café negro sin azúcar y mirar a través de la ventana para ver si llueve.
     ¡Maldita sea! Esta llave no entra bien. Forcejeo sin poder cerrar la puerta del piso. Llamo al ascensor y como siempre, sube ronroneando como un gato perezoso. ¡Venga, joder,  que es para hoy!
     Al menos el taxista ya me espera en la puerta. Le he pagado por adelantado más dinero del que cuesta la carrera para no perder  el tiempo y que pise el acelerador. Al fin se divisa el aeropuerto. Después de tantos semáforos y retenciones noto cómo se me acelera el pulso. Llego a la terminal sudando y con la respiración entrecortada. Después del  sprint me propongo hacer algo de deporte. Parece que me va a dar algo. Si no fuera por este trabajo,  ¡a estas horas me subía yo a un avión!
     ¡Qué guapa es la azafata! Me hace pasar con una sonrisa de modelo. Vaya, aquí también tengo que esperar a que el hombre que está delante de mí coloque su equipaje. Para abreviar decido ayudarle a colocar una de las mochilas que lleva. Al levantarla percibo una pulsación, o ¿es un tictac? Al volverme, observo que la cara barbuda de su dueño no hace ningún gesto de agradecimiento. Espero no tener que aguantarlo a mi lado.
     El avión despega y mis preocupaciones aumentan con el riesgo del viaje. No soporto los aviones, me hacen sentir vulnerable y miedoso como un niño. No sé quién es el comandante. Dicen malas lenguas que a los jefes de vuelo les gusta beber,  con eso de que el trabajo duro lo hace el piloto automático se quedan tan anchos. Los ruiditos de la mochila asaltan mi memoria. ¿Debería decirle algo a la azafata? Va a pensar que soy un histérico y que veo demonios  donde no los hay. ¿Y si es una bomba? De todas formas, para algo ponen los escáneres en la entrada del aeropuerto. Soy un imbécil. Si es una bomba ya no hay remedio. Moriremos todos.
     Suspendidos  a más de diez mil metros, volamos sobre algodones blancos y mi ánimo se queda  igual de colgado que el avión. La ingravidez aparente me hace sentir, por un instante, una paz  que me hacía falta. ¿Por qué me esfuerzo tanto en el trabajo? Uno no debería matarse para poder comprar una vida de lujo. No hay tiempo para disfrutarla si la ambición se desboca. Y es tan fácil que todo desaparezca en un segundo. Tengo que hacer testamento, no puedo dejar mis asuntos tan desorganizados. El tictac vuelve de nuevo a mi mente. Tengo que avisar. ¿Y si está en mi mano evitar la catástrofe?
     —¡Azafata!¡Azafata! — Ya viene—. ¿Puede traerme algo de beber?
     ¡Cobarde! ¿Pero qué me pasa? Tengo la obligación… ¡Estoy harto de obligaciones! Igual es mejor desaparecer  de una vez. ¿Quién me va a echar en falta? ¿Mi mujer? Ya…, hace tiempo que sé lo que hace. ¿Mis hijos? No los soporto: adolescentes malcriados que sólo saben pedir dinero. Ninguno de ellos quiere seguir mis pasos y mantener la empresa en la que he dejado mi vida. Les soy más rentable si muero hoy. Al menos, me recordarán agradecidos por no haberles dejado ninguna deuda.
     Noto la vibración del avión. Entramos en una zona de turbulencias.
     –¡Azafata!¡Azafata! —quiero que se acerque—. Ese hombre de ahí delante, el de la barba, ha subido una mochila a bordo, puede ser un terrorista. He oído ruidos dentro.
     Todas las miradas del pasaje me taladran. Tanto escándalo por unos relojes infantiles de pared. El hombre con pinta de afgano me mira amenazante. Deseo desaparecer. Soy un ejecutivo competente, sé tomar decisiones y calibrar las situaciones de riesgo. ¿Cómo es posible que haya llegado al estado de pánico?
     El avión aterriza y ya en suelo firme me digo convencido: «tengo que plantearme viajar en otros medios de transporte».

                                                   Lana Pradera