lunes, 30 de octubre de 2017

El caso arroba

                                                           
                                                          

                                         EL CASO ARROBA

      Sobre la mesa estaba aquel expediente en el que intervine, como subinspectora, junto a mi esposo. Aquel abultado fichero, de color marrón deslucido, consiguió aplastar nuestra vida familiar.
      Solté despacio las cintas que cerraban el archivador y con cuidado fui pasando las hojas en un intento final de comprender lo que había sucedido ante mis ojos. Coloqué los folios y las fotos sobre la mesa; las imágenes y los recuerdos quemaron mi corazón como si de acero derretido se tratara. 
      Aquel día me desperté inquieta, sin que recordara haber soñado nada especial, pero más tarde supe que tuve un mal presentimiento. Miguel ya se había levantado y fiel a su rutina volvería después de correr un poco y comprar el periódico.
       Los niños en la cocina alborotaban más de la cuenta, así que, perezosa y sin mirarme al espejo, salí para poner un poco de orden. Cuando me vieron, los dos pequeños se rieron a carcajadas mofándose de mi pelo alborotado y en punta, mientras Pablo, el mayor, ojeaba con desgana un comic.
      —Venga, venga, a desayunar —dije, mientras me peinaba con los dedos y empujaba al benjamín que se hacía el remolón.
      Un portazo acalló todas las voces. Miguel entró en la cocina con prisas, me besó y se excusó ante sus hijos:
      —Lo siento, chicos. Me han llamado de la comisaría. Ha debido ser algo gordo. Y además es en vuestro colegio.
      —¿En el colegio? Hoy es el Día del Padre y domingo; no hay colegio —le interrumpí medio dormida—. Pensé que podríamos comer juntos. Además, los niños tienen un regalo para ti.
      —¡Imposible! Tú también vienes, nos han convocado a los dos. Tienes cinco minutos —insistió, nervioso.
      —Pablo, tú eres el mayor; te quedas a cargo de tus hermanos hasta que venga la abuela, ¿vale? —daba órdenes mientras cogía una prenda aquí y otra allá vistiéndome como podía, yendo hacia el baño para recogerme el pelo y lavarme la cara.
      —Lo celebraremos en otro momento. Ahora tenemos que irnos, es un asunto grave. Tal vez por la noche podamos reunirnos. Y no pongáis esas caras, os lo compensaré, prometido —les aseguró con firmeza.
      Vi como los tres atrapaban esa última palabra al vuelo, aunque el tono de su padre no les sonó convincente. Salimos a la calle corriendo.
      Aunque no era lo habitual, trabajábamos juntos en la brigada de homicidios a pesar de estar casados. Por primera vez nos encomendaban el mismo caso.
      Cuando llegamos, Miguel, que a fuerza de práctica mostraba una gran entereza, empezó a dar órdenes. Como inspector jefe le pusieron enseguida al corriente:
      —Detrás de los árboles, dos cadáveres —dijo un policía, mientras señalaba el lugar donde los había encontrado el vigilante del centro, alertado por los ladridos de un perro que merodeaba por el lugar.
      Nos íbamos acercando, a la vez que seguíamos atentos al informe detallado de lo sucedido. «Dos adolescentes, desaparecidos el día anterior, de quince años, chico y chica; él con la cabeza destrozada con un bate de béisbol está tendido en el suelo con los pantalones bajados; ella, medio desnuda, la hemos encontrado más lejos, con la cara amoratada de un fuerte puñetazo que la debió estampar contra esa valla metálica rota, de la que sobresale un grueso alambre en punta que le ha seccionado la yugular y causado la muerte. Junto al cuerpo se ha encontrado una carta con el signo de la arroba. 
      —Qué curioso, es el signo de la dualidad —dije.
      El oficial le dio la carta a Miguel sin abrir. Iba dirigida a él:

Inspector D. Miguel Bermúdez.
23-Mayo-2012

Querido papá:
Sé que esto no ha sido el mejor regalo para celebrar tu día. No pude evitarlo, sentí odio y rabia. Yo quería a Elisa y creía que ella a mí también. La respeté como me enseñaste y soñaba con un amor verdadero. Pero ella me engañaba. Conmigo era tímida, pero con Juan se comportó como una puta. A mi casi no me dejaba besarla y en cambio con ese jodido entrometido se abrió de piernas sin pensarlo. Les pillé follando y no pude soportarlo, me volví loco. Quise hablar con ella, no iba a matarla, se me fue la mano y se dio con la valla. ¡Fue horrible! Merezco un castigo, pero no te preocupes, papá, soy menor y me soltarán pronto. Cuando leas esto estaré esperándote en casa. Seguiré estudiando y me darán la beca que querías. Todo volverá a ser como antes. Te compensaré, lo prometo.
Te quiero, papá.
Pablo.
      Mi marido se desplomó de rodillas llorando y me dio la carta. Creí morir allí mismo.


                                                                                   Lana Pradera






(Publicado en la revista digital de invierno número 26 de Escritores en Red - (2017-2018)

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