El enfado
de la Luna
Cuando el Sol se desliza por el horizonte para
escudriñar la otra mitad de la tierra, parece que la negrura domina el cielo.
Entonces aparezco yo al relevo, la Luna, como el ojo vigilante de la noche,
tenue y discreta, para iluminar los sueños de las almas que pueblan ese medio
mundo. Puedo adivinar sus anhelos y escuchar a lo lejos el susurro de sus
plegarias. Llego a sentir sus temores y alegrías. También veo cómo algunos me
contemplan antes de dormir y rememoran antiguas leyendas. Sé que en sus mentes
miden el tiempo que falta para verme redonda. Una aparente preñez que se
desvanece al finalizar la lunación, pero, no obstante, consigo maravillarles al mostrarme completa, porque advierten que soy más
que una pequeña esfera. Me convierto en atributo de las diosas, a las que los
hombres invocan con ritos y agasajan con fiestas y ofrendas para fertilizar los
campos. Muchos pueblos me adoraron y los templos alzados en mi
honor aún persisten.
Pero hoy es Navidad y a mí no me miran. Todos
examinan el cielo buscando esas motas luminosas, lejanas y frías, que
suspendidas en el espacio aguardan su momento de gloria. Esperan un milagro: un
día mágico en el que miles de estrellas jubilosas se amontonan y peinan sus
melenas alargándolas en el firmamento formando estelas deslumbrantes. Una de
ellas, la más brillante, será la que lleve de la mano a los Reyes de Oriente, a
los pastores y a toda una humanidad desorientada, hasta un portal en Belén donde dicen ha nacido un redentor, hijo del único Dios.
Me siento agraviada
y relegada. Todo el año he alumbrando las
noches de los habitantes de la tierra a las mismas horas; nunca les fallo,
pero hoy me abandonan por un resplandor fugaz y momentáneo. Enfurruñada, afilé
mis puntas y con ellas me prendí en dos nubes
negras, me recosté entre ellas y todo mi entorno se oscureció.
Al poco, a lo lejos, oí mi nombre con insistencia:
—Luna, Luna, ¿dónde estás?
Era Santa Claus en su trineo que, perdido, daba
vueltas cerca de mí sin saber por dónde andaba.
—Pero, Luna, ¡otra vez no! ¡no puede ser! ¡todos
los años igual! —siguió rezongando Santa—. Esos celos... ¿Es que no ves que
llego tarde y los renos no encuentran el camino de las chimeneas? ¿Qué van a decir los niños si mañana no encuentran sus
regalos? Venga, venga, sal de ahí y acompáñame —dijo, impaciente.
Un reno pequeñito que iba acurrucado cerca de Santa, quiso jugar conmigo
y me hizo cosquillas hasta que consiguió hacerme reír. Ya más contenta, extendí
mi cuarto creciente y les indiqué el camino para que llevaran mi luz a todo los
hogares. No quería ver las lágrimas rodar en la cara de los niños, que con
tanta ilusión pusieron sus zapatos al calor del hogar, llenos de sueños
por cumplir. Los Reyes y Santa tenían una misión importante y yo les escoltaría
en ella.
Al terminar mi recorrido, vi que el sol avisaba su
llegada. A empujones me mandó salir de sus dominios y mientras me retiraba le
dije: «No te pavonees tanto que cuando te vayas, la noche volverá a ser mía y
en la oscuridad siempre fluye magia».
¡Feliz Navidad! La Luna.
Lana Pradera