jueves, 30 de noviembre de 2017

El enfado de la Luna

                                                     
   
                                                 El  enfado de la Luna

      Cuando el Sol se desliza por el horizonte para escudriñar la otra mitad de la tierra, parece que la negrura domina el cielo. Entonces aparezco yo al relevo, la Luna, como el ojo vigilante de la noche, tenue y discreta, para iluminar los sueños de las almas que pueblan ese medio mundo.  Puedo adivinar sus anhelos y escuchar a lo lejos el susurro de sus plegarias. Llego a sentir sus temores y alegrías. También veo cómo algunos me contemplan antes de dormir y rememoran antiguas leyendas. Sé que en sus mentes miden el tiempo que falta para verme redonda. Una aparente preñez que se desvanece al finalizar la lunación, pero, no obstante, consigo maravillarles al  mostrarme completa, porque advierten que soy más que una pequeña esfera. Me convierto en atributo de las diosas, a las que los hombres invocan con ritos y agasajan con fiestas y ofrendas para fertilizar los campos. Muchos pueblos me adoraron y los templos alzados en mi honor aún persisten.

      Pero hoy es Navidad y a mí no me miran. Todos examinan el cielo buscando esas motas luminosas, lejanas y frías, que suspendidas en el espacio aguardan su momento de gloria. Esperan un milagro: un día mágico en el que miles de estrellas jubilosas se amontonan y peinan sus melenas alargándolas en el firmamento formando estelas deslumbrantes. Una de ellas, la más brillante, será la que lleve de la mano a los Reyes de Oriente, a los pastores y a toda una humanidad desorientada, hasta un portal en Belén donde dicen ha nacido un redentor, hijo del único Dios.

     Me siento  agraviada  y relegada. Todo el año he alumbrando las noches de los habitantes de la tierra a las mismas horas; nunca les fallo, pero hoy me abandonan por un resplandor fugaz y momentáneo. Enfurruñada, afilé mis puntas y con ellas me prendí en dos  nubes negras, me recosté entre ellas y todo mi entorno se oscureció.

      Al poco, a lo lejos, oí mi nombre con insistencia:
—Luna, Luna, ¿dónde estás?
Era Santa Claus en su trineo que, perdido, daba vueltas cerca de mí sin saber por dónde andaba.
—Pero, Luna, ¡otra vez no! ¡no puede ser! ¡todos los años igual! —siguió rezongando Santa—. Esos celos... ¿Es que no ves que llego tarde y los renos no encuentran el  camino de las chimeneas? ¿Qué van a  decir los niños si mañana no encuentran sus regalos? Venga, venga, sal de ahí y acompáñame —dijo, impaciente.

      Un reno pequeñito que iba  acurrucado cerca de Santa, quiso jugar conmigo y me hizo cosquillas hasta que consiguió hacerme reír. Ya más contenta, extendí mi cuarto creciente y les indiqué el camino para que llevaran mi luz a todo los hogares. No quería ver las lágrimas rodar en la cara de los niños, que con tanta ilusión pusieron sus zapatos al calor del hogar, llenos de sueños por cumplir. Los Reyes y Santa tenían una misión importante y yo les escoltaría en ella.

      Al terminar mi recorrido, vi que el sol avisaba su llegada. A empujones me mandó salir de sus dominios y mientras me retiraba le dije: «No te pavonees tanto que cuando te vayas, la noche volverá a ser mía y en la oscuridad siempre fluye magia».

     ¡Feliz Navidad! La Luna.


                                                                         Lana Pradera