La puerta
Pensé a menudo que la puerta que tenía que cruzar todas
las tardes era un ente con personalidad propia. Era moderna, acristalada y, por
supuesto, automática. Cuando alguien se acercaba se abría silenciosa sobre su riel, aunque conmigo de vez en cuando jugaba. Era su ojo vago el que un día se negó
a verme y me obligó a sacar las manos con premura para evitar estampar mi nariz contra el vidrio transparente. Entonces me puse de mal humor, porque siempre iba
distraído y no quería parecer ridículo
ante los ojos de las personas sentadas en el vestíbulo, que con seguridad esperaban que pasase algo, cualquier cosa que les sacase del aburrimiento
diario.
«¡Mira que no
estoy para bromas, la próxima vez meto el pie aunque te reviente!», le dije
ayer. No sirvió de nada. Hoy esperé esos segundos que se tomaba para
observarme. Y desde luego que lo hizo. Incluso diría que leyó mis pensamientos
machacones y mis miedos; por eso se empeñó en ponerme alerta unos instantes, en sacarme de esos bucles
existenciales en los que campa a sus anchas la ansiedad y la agonía. Ella quiso
que estuviese despierto, que mirara mi entorno de frente sin tapujos y
encontrara de nuevo la esperanza, incluso aquí.
Al entrar saludé mirando a izquierda y a derecha.
Me devolvieron el saludo algunos amigos de tertulias inconexas. El ambiente,
parecido al de la terraza concurrida de un bar, me permitió examinar a la gente. Había llegado temprano y decidí sentarme hasta que fuera la
hora. En el rincón de la derecha, un grupo de señoras en sillas de ruedas
conversaban animadas. El resto del lugar estaba ocupado por personas
silenciosas, lo que les permitía
entretenerse con sus pensamientos mientras esperaban ese último tren a las
estrellas. La puerta cerrada vigilaba con su ojo parpadeante.
A los pocos minutos me fijé en una mujer. Su pelo era
blanco. Lo llevaba recogido en un moño alto. Mechones cortos adornaban los
lados de la cara y la frente. Aunque le sobraban algunos kilos, vestía con una
chaqueta de punto roja y unos pantalones negros. En su silla rodante, se acercó
a un hombre sentado en una butaca. Él se encontraba de espaldas a mí y solo veía su cabeza tapada por una visera
deportiva, probablemente regalo de algún nieto. Entonces contuve el aliento y
la miré. Sus ojos desprendieron una luz inconfundible y acecharon a aquel hombre con ternura. Le habló suave, en un susurro y sonrió pícara, mirándole de perfil con el rabillo del ojo, con esa
coquetería femenina que no caduca a pesar de los años. La vi encandilada aderezando
el cortejo con una franca sonrisa. Daba igual que en esa boca faltara algún diente. La sonrisa era sensual y la hacía parecer más joven. Deslizó la silla alrededor de su amigo, como si iniciara un paso de baile para después tenderle la mano y conseguir que él tirara de ella
acercándola hasta que las piernas de los dos llegaron a tocarse. Repitieron
estos escarceos durante unos minutos, hasta que juntaron sus manos y aproximaron sus caras para decirse al
oído un te quiero mimoso y dulce.
El tiempo se paró y la complicidad de la pareja irradió
una paz redentora. Fui testigo de un milagro en esta parada de un solo tren.
Ajeno a todo lo
que no fuera esa sonrisa y esas miradas, no escuché que me llamaban.
—¡Don Mateo! ¡Don Mateo!
—¿Sí? Perdón. Estaba distraído, doctor.
—No se preocupe. Hoy puedo darle buenas noticias. Su
mujer se está recuperando y los resultados de las pruebas son excelentes,
pronto podrá hacer una vida normal e irse a casa.
Suspiré con profundo
alivio y fui al encuentro de mi esposa para abrazarla y transmitirle los nuevos
ecos de vida. Siempre verá en mí una sonrisa, unos brazos dónde apoyarse y un
amor como el que transmitía la mujer de rojo.
Cuando salí, vi que la puerta se mantenía abierta con
chulería. Había conseguido lo que quería: que mirara hacia afuera y encontrara
la paz. Me alejé y siguió abierta. Creo que supo que a mi mujer y a mí nos quedaban otros andenes y otros trenes.
Lana
Pradera